gris

     Viví con Alejandro un par de meses nomás, en un ph al fondo en Flores al lado de la vía. Desde la terraza veíamos pasar el tren y nuestra calle era la cortada con paso peatonal. Pasábamos muchas tardes hasta hacerse la noche saludando a la gente que pasaba en el tren, y jugábamos a contar cuántos de los que pasaban nos saludaban. Siempre fueron pocos y yo casi nunca subía a la terraza con los anteojos, así que no puedo dar fe de la contabilidad.
     Un día se rompió la campana que anuncia al tren (no la que avisa que está llegando -tin, tin, tin, tin-, sino la de su inminente pasar -trrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr-). Nos tapábamos los oídos para no escuchar, llamamos al 107, los vecinos estaban ofuscados, nosotros entre nosotros estábamos enojados y ya no queríamos hablarnos más.
     Nos despertamos cansados y Alejandro lo primero que me dijo fue "mirá, ya se arregló". Hicimos silencio por un momento, prestamos fina atención y allá lejos se podía escuchar y cuando lo empezamos a escuchar nos dimos cuenta de que estaba siempre ahí, que no se había ido. Esa fue la primera vez que pensé con terror que podemos acostumbrarnos a cualquier cosa.


Comentarios

  1. Me parece que debes publicar...me gusta este, como me han gustado varios desde que leí tu blog. Para mí son burbujas transparentes de universos pequeños, concentrados, definidos a la perfección, para que la imaginación florezca y salga a explorar senderos tan íntimos que sólo generan bienestar...cada historia es una maravilla, para mí siempre es grato llegar a este lugar, gracias por ello....un abrazo! M.

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