a veces no hay días

   Una calle larga, más larga que la imagen que una se hace cuando se imagina una calle muy larga. Larga y con mucha gente que espera colectivos en la parada. Paradas todas distribuidas equidistantes unas de otras. Eran muchas, no sé cuántas. Llovía, garuaba en realidad. El piso estaba resbaloso y la humedad del día pesaba casi tanto como mi mochila. A Constitución, tenía que ir a Constitución. No sabía yo exactamente qué colectivo sí iba, sabía que alguno iba. Había mucha gente, tanta que no se la distinguía. Y encima yo, que no veo nada. Y encima los colectivos, que no esperan a nadie. 
   Tengo la imagen, mi imagen corriendo y los colectivos yéndose. De una parada a la otra los corría y los colectivos se iban. La gente estaba ahí, y no decía nada, no pensaba nada, sólo estaba ahí:  autómata, ausente. 
   A uno lo corrí y cuando llegué justo arrancaba. Me agarré fuerte de la baranda y me cerró la puerta en la cara. No me vio. Me solté y caí sobre el asfalto, el asfalto mojado. Alguien se inclinó hacia donde yo estaba, pero no me ayudó a levantarme: apoyó su mano sobre la mía y acompañó el movimiento de mi cuerpo mientras me incorporaba. Le miré la cara. Me miraba pero no me miraba. "Gracias" le dije, y se dio vuelta y no me dijo nada. Nadie decía nada. Nadie se miraba.
Corrí hasta otra parada donde la gente se subía agolpada a un colectivo rojo. Me asomé y le grité al chofer: "¿Vas hasta Constitución?". Y no me contestó, y no me miró. Con la mirada interpelé a la gente, y nadie me decía nada. Mi voz haciendo eco en un mundo de gente en silencio.
   "Tres con cincuenta" le dije, y el colectivo arrancó.



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